DESAPARECIDO POLÍTICO DE LA IV REPÚBLICA

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martes, 28 de octubre de 2025

UN CUENTO QUE NO ES CUENTO: EL CHURRO SE LA COMIÓ

 #insurgenciadelsigloxxi 

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¡Sin memoria no hay Victoria!


Un Grito Desgarrado Contra el Silencio

El relato "El Churro se la Comió", de Juan Medina Figueredo, es mucho más que una historia; es un espejo brutal y poético de una realidad que ha marcado a muchas comunidades. Lejos de ser un simple "cuento", es una denuncia social encapsulada en una potente metáfora literaria.

La narrativa se sitúa en un contexto de pobreza y desesperanza, donde las mujeres de la familia Rea están condenadas a un ciclo de servidumbre, violación y prostitución. En este mundo, la educación representa la única frágil esperanza de escape. Carolina, la joven protagonista, es el símbolo de esa esperanza.

La genialidad de Medina Figueredo reside en la dualidad de la figura del "churro" (una zarigüeya o rabipelado). Por un lado, es un depredador literal que ataca a la mascota de Carolina, la guacharaca. Por otro, es una metáfora escalofriante del machismo depredador que acecha en la comunidad: los hombres "avispados" que cazan, violan y devoran la vida y el futuro de las jóvenes.

La escena final es devastadora. David, el joven cazador de iguanas, se transforma ante los ojos del lector en el churro metafórico. Su violación (el acto de "devorar") no solo destruye el cuerpo de Carolina, sino que literalmente consume su esqueleto y su sangre, simbolizando cómo esta violencia arrasa por completo con la identidad, los sueños y la misma existencia de la víctima. No deja nada, solo los jirones de la inocencia (la pantaletica) y la promesa de un futuro roto.

Este escrito es, por lo tanto, el reflejo de una Venezuela que vivió (y en muchos casos sigue viviendo) esos tiempos de engaño y violencia normalizada. Es un homenaje a todas las Carolinas cuyas vidas fueron truncadas y un recordatorio desgarrador de que, a veces, la ficción es el vehículo más fiel para contar la más cruda realidad.

Como me dijo su autor: - Ese es un cuento que no es cuento. 


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EL CHURRO SE LA COMIÓ

Juan Medina Figueredo

Carolina Rea tendría unos diez años. En el patio sin cercado del rancho, cuidaba su mascota, una guacharaca que, por las madrugadas y al anochecer, escandalizaba todos los alrededores del caño de aguas servidas.

Después de medianoche, despertó sobresaltada por las agitadas y jadeantes expresiones guturales del animal: "guáchara, guacharacá", y su aletear desordenado y desesperado. Carolina, con sólo una pantaletica cubriendo su pubis y sus nalguitas morenitas como toda ella, avistó los ojos rojizos y eléctricos del marsupial: un rabipelado, un churro, que se levantaba sobre sus patas traseras y hundía sus fauces y colmillos por entre las rejillas de la jaula.

Carolina jalaba la jaula para alejarla del depredador, pero éste no renunciaba a su presa y la embestía, persiguiendo a saltos a la guacharaca dentro de la jaula que Carolina, inútilmente, continuaba empujando fuera de las acometidas del churro; era como un ratón gigantesco.

Finalmente, con los gritos y toda la bulla de la guacharaca, se despertó Beatriz Rea, la madre de Carolina y, alarmada y rabiosa, se encargó de tirarle varias pedradas al churro y hacerlo escapar hacia las orillas del caño de aguas sucias, hasta desaparecer en medio de la noche.

Beatriz Rea era trabajadora doméstica y regresaba a su hogar al término de la tarde, después de bajarse de un autobús repleto de pasajeros sudorosos y hediondos, encima unos de otros, sentados sobre los cojines rotos y de pie en el pasillo del colectivo. Después de cocinar y cenar con sus hijos, caía rendida del sueño, pero esta vez el escándalo la había despertado sobresaltada y asustada.

Carolina Rea trató de curar las heridas sangrantes de la guacharaca por los bordes de su culito. Todo fue inútil y la guacharaca murió al tercer día de las acometidas del churro, entre llantos y desconsuelo de la niña.

Carolina fue pasando, uno tras otros, años escolares. A sus dieciséis años cursaba quinto año y era la esperanza de Beatriz Rea para el cambio de oficio y vida de todas las mujeres de su familia: cocineras en los alrededores del mercado público, domésticas violadas por los maridos e hijos de las señoras a las cuales prestaban servicios, y putas de los alrededores de las plazas públicas y de hoteluchos de mala muerte.

Beatriz Rea había escuchado los corrillos sobre el alcohol, la droga, las violaciones de colegialas y filmación de videos del desfogue sexual de los jóvenes con las muchachas en la terraza y patio enmontado y de matas de mango del liceo. Los profesores y obreros se mostraban con risas cómplices, unos a otros, los celulares con tales escenas de estudiantes borrachos y en desafíos sexuales.

Beatriz Rea, después de cocinar y compartir la cena con Carolina y sus hermanos, se apartaba a conversar en voz baja con su hija, persuadiéndola de cuidarse de encuentros sexuales que la hiciesen víctima de corrillos como "putica" y que terminasen con un embarazo precoz. Nada de pruebitas de amor, de droga y de alcohol, ni sexo por dinero y regalitos. Debía proseguir sus estudios hasta graduarse y trabajar como profesional.

Al frente, en la misma calle polvorienta y cubierta de basura en el verano, embarrialada e inundada de aguas servidas del caño en el invierno, vivía el joven David, un vago, cazador de pájaros e iguanas, y muy aficionado a comerse sus huevos crudos.

El tiempo avanzaba con premura, velocidad indiscernible e invisible.

Una medianoche, los dolores en el vientre y el útero asfixiaban a Carolina Rea. Estaba a punto de perder el control de sus esfínteres. Pidió a su madre que la acompañara a la letrina. Caminaba sosteniendo su vientre con sus manos y a cada paso recibía una punzada. Al borde del desmayo de Carolina, su madre comenzó a caminar arrastrándola con sus hondos quejidos, entre el polvo levantado por el viento de la calle, hacia el hospital ambulatorio más cercano.

Acostada sobre una camilla, esa madrugada una médico ginecobstetra estuvo palpándola un largo rato, hundiendo los dedos de sus manos en el bajo vientre, de lado y lado, moviendo el estetoscopio con sus extremos auriculares en ambos oídos sobre el cuerpo de la jovencita. Sometida al ecosonograma, las imágenes presentaron la primera fotografía del útero preñado con el feto. Los pulmoncitos de este mostraban deficiente y precario desarrollo. La médico comunicó a Beatriz Rea que su hija presentaba un embarazo de aproximadamente unos siete meses.

Allí mismo se enrojecieron los ojos de Beatriz Rea, le sobrevino el llanto desgarrado y se le quebraron sus santas aspiraciones e ilusiones con el porvenir de la bachillera Carolina Rea, que estaría ausente del acto de graduación de sus compañeros al final de los estudios de educación media.

Cuando Beatriz Rea volvió sobre sus pasos, había enflaquecido y cadavérica y fantasmal; su respiración entrecortada silbaba más que el viento y la polvareda de su calle. Desde la puerta del rancho de enfrente, David, el cazador de pájaros e iguanas, con sus labios rodeados por la yema de los huevos de iguana, las miró pasar. Sus ojos de churro se encendieron intermitentes y sus fauces y colmillos se abrían, persiguiendo a Carolina, de sangrante útero, herida en los labios de su vagina por las fauces del animal.

Beatriz Rea cayó desmayada y el churro arrastró a Carolina hasta su rancho. Adentro, allí mismo, el churro la devoró y se la comió. En el piso del rancho sólo quedaron la pantaletica y una batica desgarradas, el esqueleto y la sangre derramada de quien otrora fuera Carolina Rea.         

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Cosas veredes Sancho.

omarhdez78.blogspot.com

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