DESAPARECIDO POLÍTICO DE LA IV REPÚBLICA

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jueves, 23 de octubre de 2025

*BUCHE DE CAFÉ* Por Juan Medina Figueredo

 #insurgenciadelsigloxxi 

Otra forma de informar y opinar. @omahdez78 / @omarhdez52-1 / omarhdez78 / omarhdez356628 

¡Sin memoria no hay Victoria!


Desde mi perspectiva, como coterráneo de Juan Medina Figueredo, es un honor presentarles este texto suyo, “Buche de Café”, que es mucho más que un simple recuerdo; es una inmersión en el alma de nuestra tierra. 

Juan Medina nos teje, con una prosa tan austera y potente como la realidad que describe, una narrativa donde el hilo conductor es ese acto casi sagrado: compartir un pocillo de café. Pero no un café cualquiera, sino uno servido en un “pocillo esconchao”, por supuesto en esos tiempos eran de peltre, un detalle que se repite como un estribillo y que nos habla de una vida marcada por el desgaste y la pobreza, pero también por la dignidad y la resistencia. 

A través de sus viñetas, viajamos desde los caminos rurales de antaño hasta los barrios fundados por desamparados. En cada escena, el “buche de café” es el ritual que sella encuentros, mitiga el hambre, ofrece consuelo en un velatorio o rompe el hielo del miedo en una madrugada de lluvia y guerrilla. Es el símbolo de la hospitalidad más elemental y, a la vez, más profunda. 

Sin embargo, Juan no cae en un costumbrismo nostálgico. Con una mirada lúcida y sin concesiones, nos muestra el contraste entre la pobreza extrema de Celestino Almea y la riqueza espiritual de quienes, como el abuelo de Claudio, parecen vivir del aire y la luz de la montaña. O el golpe de realidad en la Aragüita de los 90, donde la comunidad se fractura con la tacañería de Montoya y el paisaje se envenena, igual que los peces del lago. 

En esencia, “Buche de Café” es un viaje al corazón de una Venezuela rural y marginal, contado desde los ojos de quien la ha caminado y vivido. Es un texto que huele a leña húmeda, a tierra mojada y, sobre todas las cosas, a café recién colado. Es la crónica de un mundo donde, a pesar de la escasez, lo único que nunca falta es la voluntad de compartir lo poco que se tiene, porque en ese acto simple, como un buche de café, reside la verdadera riqueza. 

Les invito a saborear cada palabra, a dejarse llevar por estas memorias que, estoy seguro, resonarán en la memoria de todos nosotros, que como el escritor hemos transitado por caminos de la parte rural de nuestra Venezuela, y en algunas ocasiones teniendo similares vivencias. 

Omar José Hernández Borges 

Cosas veredes Sancho.

omarhdez78.blogspot.com

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*BUCHE DE CAFÉ* 

Por Juan Medina Figueredo 

Mediados de los años cincuenta. Caminar todo el día por un camino rural sombreado y sembrado de jobos silvestres, único alimento para mi primo Ramón Figueredo y para mí, apenas un niño. Arribamos al caserío Sabana Grande al final del día. Encuentro con Celestino Almea, padre campesino de mi primo y otro par de sus labriegos acompañantes, en el frente de su rancho sin paredes, techo de paja y troja. Cuentos al pie del fogón al aire libre, buche de café en pocillo esconchao, dormir sobre piso de tierra y en la troja. Levantarnos al amanecer y coger camino, atravesando la paja y el rocío hacia el rancho de la comadre Pancha, en el mismo vecindario, para sorber nuestro primer y único alimento de la mañana, antes de la partida para el conuco de los labriegos y de nuestro retorno para Aragua de Barcelona: café calientico  en un pocillo de peltre esconchao. A  Celestino Almea se le quemó el rancho, se salvó solamente su virgencita en un rincón. Sin nada en sus bolsillos, refugiado en Aragua de  Barcelona, nunca tuvo para tomarse un trago de café en su propio rancho y todos los días visitaba mi familia para tomar su café mañanero en otro pocillo esconchao. Cuando murió su hermano, sin que tuviera café para el velatorio, se lo llevó en un cuero, abríó él mismo un hueco, con pico y pala prestados, y él solito, sin cura ni acompañantes, lo enterró en el cementerio de los pobres, que ni alambrada tenía. 

1971 ó 1972, desde el rancho de mi refugio, en el barrio San Blas de Petare, en compañía del joven Claudio Arvelo, viajo en autobús por la vieja carretera de Santa Lucía. Objetivo: explorar las montañas de los alrededores. Al atardecer, arribamos al rancho del abuelo de Claudio, en el cual dormimos sobre un pajal acondicionado por el viejo, quién allí vivía con una vieja loca que andaba por todos los rincones y la cocina de fogón de piedra con sus interminables e inaudibles jerigonzas, en ininterrumpidos soliloquios. Antes de dormir, ni bollitos pelones, ni caraotas ni frijoles, sólo café en un pocillo de peltre esconchao. Al amanecer y despertarnos, otro buche de café en el mismo pocillo de peltre esconchao, mientras la vieja seguía atizando las brasas del fogón y soplando la candela sin nada que cocinar. El viejo sale para el conuco con su buche de café y regresará, aproximadamente a las cuatro de la tarde, para otro buche de café. Claudio y yo nos internamos en las montañas, hundidos en su verdes, infinitos y altos muros, sin otro paisaje que bosques de gigantescos árboles y el sol que nos alumbraba muy cálido y radiante. Hondo respiramos y de un imprevisto salto nos elevamos por los  aires, sobre un tapiz de loros y gujacamayas, entonces, repentinamente, entendimos porqué al abuelo de Claudio le bastaba un buche de café por la madrugada y otro al fin de la tarde y su reencuentro con su vieja de conversaciones a solas por todos los rincones de su rancho, a todas horas. Vivían en el aire y les bastaba el aire y posiblemente levitaban dormidos todas las noches. 

Finales de los años sesenta. Miembros del Frente Guerrillero “Antonio José de Sucre”, toman el pueblo de Cumanacoa, estado Sucre. Sobreviene un cerrado cerco militar antiguerrillero. Los campesinos están aterrorizados. Bajo la lluvia de todo el día y toda la noche, al frente de la guerrilla el comandante Américo Silva, siempre con su sombrerito y  muy conocedor y querido por esos lares, donde podía apoyarse ampliamente  entre familiares, parientes, amigos y campesinos, incluso en autoridades locales. Llegan frente a un rancho campesino, con las puertas cerradas, en la madrugada de insondable silencio. Todos están  emparamados y temblando por el frío. Estaba cerradamente oscuro todavía. No paraban la lluvia ni el frío ni el viento. Tocan la puerta. Silencio más profundo todavía. Nadie se mueve adentro, ni respira ni responde. Vuelven a tocar, igual ausencia de respuesta desde trasmundo. Se adelanta Américo Silva, toca la puerta y grita delante de ella: “¿Y es que aquí no le sirven café al caminante?”. De inmediato se oyeron pasos de cholas en el interior del rancho y de un empellón abrieron la puerta, mandaron a pasar, movieron y soplaron las brasas del fogón y colocaron la paila para el café sobre las topias. 

Años noventa, en Aragüita, a orillas del lago de los tacariguas. En este barrio, recién fundado por los desamparados de Guacara, bajo la dirección de Roseliano Serrades, caudillo y perito itinerante en ocupaciones de tierras baldías y de controvertidos propietarios, después del trazado de calles fundacionales solíamos reunirnos con los activistas comunitarios del lugar en casa del negro Montoya. Los fines de semana, al finalizar estas reuniones, las colombianas estremecían sus ranchos con el movimiento de sus cinturas y el cepilleo del piso de cemento con sus sandalias al ritmo de cumbias y vallenatos, algo perdía uno entre tanto baile y cerveza, yo perdí un reloj que me regalara mi padre, así como  un viejo Volkswagen azul, obsequiado también por mi padre al inicio de mis estudios de Derecho, en el que me movía por Valencia, Naguanagua, Guacara y barrios aledaños, hasta que comenzó a fallarme y tenía que andar empujándolo por calles y avenidas, por lo cual finalmente  lo vendí por cuatro lochas a un vecino que sabía de mecánica. Aunque creo recordar que Roseliano me lo pidió fiao, en casa de las colombianas, yo se lo cedí, luego en una pea nocturna lo pegó contra un poste de electricidad en un basurero de Guacara, allí lo abandonó como chatarra y nunca me lo pagó.  Montoya jamás y nunca nos sirvió un buche de café. Al final de una tarde llegó el día y la hora de burlarnos de Montoya, tan tacaño. Bueno vale, ¿no vas a servirnos alguna vez un cafecito?. Nos dio la espalda y se fue a la cocina, vino con una bandeja de pocillos de peltre esconchaos. Sorpresas que da la vida, todos escupimos con asco el primer trago de lo que resultó ser ron de culebra morrona. Más nunca volvimos a reunirnos en casa del negro Montoya y preferimos hacerlo en casas de las colombianas, escuchando cumbias y vallenatos entre tragos de cerveza, cepillao de vientres y caderas y sudoraciones con el termómetro a nivel del lago de los tacariguas, bajo el vaho de  los oscuros peces San Pedro, muertos en sus orillas, envenenados por los desechos de tantas  cloacas volcadas en sus aguas. Así, ya de madrugada, para la despedida, el omnipresente buche de café en pocillo de peltre esconchao, a orillas del fogón de leña.

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