DESAPARECIDO POLÍTICO DE LA IV REPÚBLICA

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miércoles, 1 de octubre de 2025

Realidades y cuentos de mi pueblo

 #insurgenciadelsigloxxi 

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¡Sin memoria no hay Victoria!


Realidades y cuentos de mi pueblo

Bajo un sol menguante que doraba el solar de la casa de familia del hoy Dr. Prof. José Domingo, un menor de edad para el momento del que hablo, cerca del viejo Hospital Rafael Rangel, en El Arroyo, se congregó aquella tarde una porción del porvenir de Aragua de Barcelona. Éramos un mosaico de recuerdos compartidos: algunos nos habíamos codeado en las aulas de primaria y secundaria, otros llegaron después, en los albores de la universidad. El aire olía a tierra caliente, a cerveza fría y a esa energía peculiar de los primeros años de la década del 70', cuando el futuro no era un destino, sino una arcilla húmeda entre nuestras manos.

La charla, como siempre, derivó hacia el pueblo. Hablábamos de proyectos, de esa necesidad urgente de dejar una huella, de construir algo que nos sobreviviera. Entre los presentes estaban Oscar Quijada, el anestesiólogo, con su seriedad prestada a la medicina; los primos hermanos Pérez, Freddy y Jesús; Juan de Dios Figueredo y José "Cheo" Figueredo Macabi; y Orlando "Pipo" Cupare, de sonrisa fácil y lengua rápida. Y yo, en un arranque que combinaba la velocidad con la determinación, saqué dos bolívares del bolsillo y los coloqué en el centro de la mesa, cerca de la caja de las cervezas.

—Este es mi aporte — dije, y todas las miradas se clavaron en aquellas dos monedas—. 

Para el proyecto de un centro cultural y deportivo.

Ese gesto, casi simbólico, fue el cimiento. La idea era simple pero poderosa: con esos dos bolívares y los otros que los amigos aportaran compraríamos las primeras cervezas para vender, y en un local aún por encontrar, nos reuniríamos a jugar dominó, truco, bolas criollas. Sería un faro para la cultura y el deporte. Aquella moneda no eran un capital, sino una trampa magnífica para comprometer al grupo, para que el entusiasmo no se desvaneciera como el humo de un cigarro.

De esa reunión nació el acuerdo de formar una Fundación, con estatutos y fondos recaudados entre todos. Y, como en todo proyecto que se precie, se generó el primer empleo: Orlando "Pipo" Cupare, por ser el residente permanente, se encargaría de la administración. A Pipo se le encomendó la misión sagrada de encontrar el local.

Y lo encontró. Habló con un amigo, José Ramón Torrealba, un hombre trabajador dueño de un camión Ford 350 y de reputación sólida como ganadero. Le alquilamos la casa que está frente al Banco de Venezuela, en el cruce de la Bolívar con Colón. Y a aquel lugar le dimos un nombre que sonaba a grandeza: "Club Atenas de Oriente", era el mismo nombre que nuestro pueblo se había ganado como fama de sus guerreros, cultores de la poesía y la educación, políticos y juristas destacados a lo largo y ancho de Venezuela

El club empezó a caminar con sus propias piernas. Los fines de semana se incorporaron las carreras de caballos, y el remate, dirigido por Pipo, le daba un auge que competía con el de nuestro amigo José Ramón "Cipito" Martínez , en el antiguo Bowling. Todo ocurría como lo habíamos soñado.

Pero los sueños chocan a menudo con la realidad. El dueño de la casa, al ver que el negocio florecía, comenzó a aumentar el alquiler. La imposibilidad de comprar la propiedad nos obligó a cederla a un hombre del pueblo, quien trabajo para mantener El "Club Atenas de Oriente", el amigo "Curachire", un conocedor de la hípica que se comprometió a mantener abierto el club y administrar el remate. Nosotros, entonces, nos deslindamos del " Club Atenas de Oriente" y decidimos darle organicidad jurídica a lo que siempre fue el alma del proyecto: la Fundación "Luis Alberto Hernández".

A través de todo este ir y venir, persistía una curiosa dinámica entre Pipo y el casero original, José Ramón Torrealba. Eran amigos, de una amistad templada a fuego lento con bromas pesadas. Pipo, con su ingenio afilado, tenía el don de inventarle cuentos a José Ramón, historias que sacaban chispas de su carácter serio. Se molestaba, maldecía entre dientes, pero al día siguiente volvía, la rabia disuelta, a cobrar su renta.

José Ramón era un hombre hecho a sí mismo, casado con una señora que era dueña de una casa histórica en la Calle Colón, aquella donde bailó el Libertador en 1814. Un hombre de campo, de trabajo honrado.

Y fue en la cancha de bolas criollas, rodeados de amigos y del polvo del atardecer, donde Pipo soltó su bomba más memorable. Con una sonrisa pícara, le espetó:

—José Ramón, cuéntame cómo fue eso… cuando chocaste bien feo, cuando creíste que tenías la vida resuelta.

José Ramón frunció el ceño. “¿Cómo es eso?”, preguntó, desconcertado. Nosotros, los espectadores en los escaños, contuvimos la respiración. Pipo nos miró, sabiendo que tenía audiencia, y comenzó su relato con la solemnidad de un cronista de pueblo.

—Resulta que este avispado —dijo, señalando a un José Ramón que empezaba a palpitar— creía que la señora con quien se casó era una multimillonaria. Y la enamoró con puros cuentos de camino. Pero he aquí la gracia: la señora también pensaba que José Ramón nadaba en la plata, por ser ganadero. Se enamoraron y fueron felices, eran dos trabajadores incansables con sus posesiones honradas. La cosa es que, cuando ambos descubrieron la verdad, que eran dos pobres de solemnidad (aunque era relativo, puesto que tenían posesiones), ya era tarde. Para entonces ya habían encontrado el mayor tesoro, que no cabía en ningún banco: el amor que los unía. Y así, sin reproches, decidieron que esa riqueza bastaba para vivir juntos y felices hasta que Dios los llamara a su lado.

La carcajada fue general, estruendosa, liberadora. José Ramón, colorado como un tomate, se levantó echando chispas, insultando a Pipo en voz baja, y se marchó con el paso airado de un hombre a quien le ha sido alterada su paz. Pero, como un reloj, a la semana siguiente regresó, sin rastro de la ira, a cobrar lo que era suyo.

Sin embargo, cuando Pipo quería verlo hervir, solo tenía que comenzar: “Oye, José Ramón, sobre ese cuento…”. Y él, sabiendo lo que venía, se levantaba y se iba antes de que la rabia pudiera más que la amistad. Nunca supimos, hasta el sol de hoy, qué grado de verdad se escondía entre los pliegues de aquella invención. Quizá toda. Quizá ninguna.

Por: Omar José Hernández Borges

Cosas veredes Sancho.

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